Ayer vi la noticia del fallecimiento de Ricardo Asinsten, un hombre de quien conservo un par de recuerdos iniciáticos en el oficio de periodista, aunque apenas lo traté y me vinculé con él muy pocas veces.
Entre los mensajes institucionales de despedida, todos de la universidad, vale la reseña de uno de ellos que dice que “Asinsten desempeñó labores en Prensa y en la FM UNPA, siendo director en ambos sectores. Del mismo modo, tuvo una destacada militancia por los derechos humanos luego de la Dictadura Militar sufrida por nuestro país desde 1976 a 1983”.
Los dos recuerdos que vinieron a mí guardan relación directa con el perfil que describe el párrafo precedente: uno de ellos lo tengo muy presente, porque la pasé bastante mal. La otra situación vino a mi mente con la noticia de su muerte.
SINCERICIDIO. Recuerdo que era el año 2006 –incluso recuerdo que era la tarde en que se jugaba el partido inaugural del Mundial de Fútbol de Alemania– y fui invitado a un panel sobre “el periodismo en Río Gallegos, el periodismo en Santa Cruz”, una consigna de ese estilo, organizado desde la universidad. Llegué ahí porque, en ese entonces, participaba como co-conductor de un programa de radio de actualidad que era muy escuchado entonces (vale decir que lo era desde antes de mi participación, para que Chacarita no se agrande).
Pues bien, como ex estudiante de la carrera de Comunicación de la universidad (había cursado hasta un par de años antes), era la primera vez que participaba de una actividad pública al frente de un auditorio y no desde el lugar de estudiante. Tenía 24 años recién cumplidos y, la verdad, me costaba mucho la exposición frente a otras personas, puesto que no es lo mismo hablar ante un micrófono adentro de un estudio (que en un momento resulta ser un espacio confortable, donde jugás de local, más allá de la exigencia), que hacerlo frente a decenas de ojos que te están mirando.
Ya no recuerdo casi nada de lo que dije cuando me tocó hablar en el panel, pero sí recuerdo perfectamente que, en un rapto de sinceridad o algo parecido, me encontré diciendo en voz alta lo difícil que era mencionar en la radio los nombres de Rudy Ulloa y Lázaro Báez. En aquel tiempo, el kirchnerismo estaba en la cúspide del poder con Kirchner presidente y, la radio en la que trabajaba (Tiempo FM, programa La Parada, que sigue al aire al día de hoy), tenía una línea editorial no-oficialista que venía de antes de mi ingreso a ese programa, en 2004.
Recuerdo haber dicho, haber querido expresar, que nadie nos decía en aquel entonces que tal o cual nombre no se podía decir, sino que lo que existía era un temor tácito, no explicitado, que llevaba a decir algunos nombres sólo en voz baja en este pueblo. Para entonces, en esa tarde de mediados de 2006, ya empezábamos a hablar al aire de personajes de la estirpe de los mencionados, pero lo que quise significar –según recuerdo– es que el temor existía. Todos quienes vivimos las puebladas de 2007 sabemos que el dique se rompió allí, un año después, y la olla se destapó.
Luego de aquella intervención, en la que me sentía muy nervioso y expuesto, recuerdo que Ricardo Asinsten tomó la palabra y dijo que “peor que la censura es la autocensura”, frase que me marcó a fuego desde entonces. No habló en términos de refutación, tampoco de indignación, sino que realizó un planteo a propósito de lo que había sincerado en esa charla “el joven”.
El texto se está yendo largo, pero quiero precisar dos cosas antes de pasar al segundo recuerdo. En aquella charla abierta, un propietario de un medio (no viene al caso dar su nombre) había dicho que, en la división de tareas de su empresa, “es ella la de los principios”. Han pasado los años y me sigue pareciendo una gran definición de un mercenario del periodismo: un hombre que no aplicaba ningún principio a su negocio, de eso se encargaba ella, la esposa.
Cortito, antes de pasar a lo segundo: siempre vale recordar que, si en 2006 algunos periodistas nos empezábamos a animar a hablar al aire de los personajes en cuestión y de los asuntos pesados de aquella época, es porque unos años antes ya lo habían hecho periodistas como el fallecido Daniel Gatti, Cacho Barabino, Alejandra Pinto (hoy asesora de la gobernadora Kirchner, vueltas de la vida), entre muy pocos otros.
Prometo que es la última digresión: cuando pienso en algunos de nuestros referentes de aquellos años (referentes de mi generación), no puedo dejar de pensar en lo lejos –y conservadores– que los percibo hoy, en algunos de los casos.
LOS SERVICIOS. El segundo recuerdo del fallecido Ricardo Asinsten es de una mañana en que lo entrevistamos en la radio, en aquel programa (La Parada, del multimedio Tiempo). No puedo recordar el año exacto, pero por lo que decía, tiene que haber sido a inicios de 2007, o tal vez unos meses antes. Esa mañana Asinsten denunciaba, con enojo, “que en este mismo momento este programa está siendo grabado, y hay personas que se están dedicando a tomar nota y registrar lo que estamos diciendo”. Lo estoy parafraseando, claro está, pero era ese el concepto que con toda claridad estaba planteando al aire. Asinsten decía que esto seguía ocurriendo en Santa Cruz, en Argentina, en plena democracia.
Para aquel entonces, mi camada de estudio ya se había enterado de que, entre nuestros compañeros e incluso en el claustro docente (vamos a decirlo así, en general), había entre nosotros no menos de cuatro servicios, servilletas, agentes de inteligencia de distintas dependencias estatales.
No sólo tenía razón sino que cuando la cosa se puso brava, ya con la crisis política y la pueblada desatada a mediados de 2007, muchos vivimos, supimos, fuimos testigos (o padecieron) los aprietes y la violencia de entonces, que incluyó las tareas realizadas en este pueblo por los servicios de inteligencia.
Cierto es que los recuerdos que tengo de Ricardo Asinsten terminaron siendo el disparador de algo más amplio. Pero tengo presente con toda claridad su planteo aleccionador para mí: el significado de la autocensura en el periodismo.
Aunque lo conocí muy poco, veo que lo despiden con afecto. QEPD.
