Iba una tarde bajando hacia el muelle, por el medio del Ferro (barrio histórico de la ciudad), cuando me pareció verlo solo, ahí, como esperando.
Muchas veces había visto a ese mismo hombre viejo.
Di la vuelta por la callecita de siempre, esa que desemboca en uno de los laterales del muelle, frente al faro, y comprobé que era él.
Ahí estaba, viniendo hacia mi lado a paso lento por el sendero de tierra hecho de pisadas. Con decisión hice lo que en otras ocasiones no supe.
–¿Cómo anda, don?
–Lindo día, ¿no? Mire cómo está.– me respondió señalando al río, que estaba clarísimo y calmo. Me sorprendió su voz firme, grave, y ese tono de voz fuerte que para nada se condecía con su cuerpo ni con su tamaño. Lo había visto caminar en esa zona, con esa misma campera negra de cuero, o un saco marrón, y esos mismos pantalones y zapatos gastados.
Siempre solo, frágil, silencioso.
–A usted lo veo siempre por acá.
–Mire qué lindo que está. Y sí, hay que aprovechar. Porque ahora que estamos en las vacaciones de invierno, o en el receso invernal, como le dicen, mire lo que es– y otra vez señalaba hacia el río.
–No, que hay mucho viento. No, que hace frío, se queja la gente acá…– continuó. Algo le dije, no recuerdo qué, y me insistía: “que hace mucho frío, la gente se queja”. Me hablaba, aunque parecía no escucharme. “Y sí, hay que aprovechar. Después me voy a leer el diario (llevaba un ejemplar de La Opinión Austral enrollado bajo el brazo), a mirar un poco de televisión y después a dormir”, me contó con la convicción de una rutina inamovible, que confirmó su soledad.
Al viejo lo había visto otras veces caminando con dificultad, a paso muy lento y hacia un costado. Solía permanecer ratos largos apoyado en las barandas de la ría, mirando lejos.
En una ocasión pitaba, y otra noche llevaba libros abajo del brazo, en dirección a la feria del galpón costero.
–Yo siempre me voy hasta los tanques de allá y después me vuelvo… Bueno, chau– concluyó de golpe, dando por terminada la conversación.
Así como no imaginaba su voz firme, tampoco creí que el viejo fuera a seguir su camino tan pronto el día que me animara a hablarle. Creí que necesitaría más del contacto humano, que se confortaría de la atención de alguien.
Pero no.
Aquel hombre viejo y solitario que deambulaba por la ría, con aspecto de duende, dejó de ser esa tarde el misterio que a menudo me cruzaba en el mismo lugar. Todavía no sabía su nombre, ni su historia.

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Reescritura del viejo duende, del 9 de julio de 2013.