Me sorprendió cuando dijo –como al pasar– que no era padre. Me quedé con esa definición y eso marcó, en adelante, mi mirada acerca de él. Contó que cuando estuvo acá en 2007 –había estado el año anterior en Las Heras por el asesinato del policía Sayago– olfateó que el conflicto docente era más que un paro de trabajadores estatales y entonces decidió quedarse.
No le faltó razón.
También definió mi mirada cuando contó, más tarde, que tuvo que pedir licencia psiquiátrica dos meses por trabajar en el diario y ver cómo, por la televisión, la máxima autoridad del país habla todo el tiempo de ese medio mientras él teclea en la redacción.
Nos dijo que hacía un tiempo había comenzado a sentirse perseguido en las calles de Buenos Aires: era esa su paranoia. Después me di cuenta de que eran mambos míos, más personales, nos dijo en la noche, ya madrugada, mientras fumaba otro cigarrillo. Yo nunca me había psicoanalizado, viste.
Es como si llevara esos signos en su manera de caminar. En su rostro.
Sale a fumar otra vez, se sirve otra copa de vino. Viste muy sencillo. No sé por qué lo pienso ahora, pero qué tan distinto en su andar y en su apariencia habían sido tipos como Rodolfo Walsh. Melancólico y solitario. Ojos vidriosos. Camina las calles de Las Heras y Río Gallegos. Toma notas y habla con la gente, a veces en un café. Escribe. Y piensa. Tantas noches en la habitación del hotel que va dibujando en su espejo al periodista. Uno con mucho oficio.
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Reescritura de un texto de mediados de 2013 que me salió escribir luego de una jornada en la que participaron tres colegas venidos de la Capital Federal. Fue para el Día del Periodista y lo organizó Adosac, el sindicato docente.
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–Habría que pensar si ese texto habla de él o en realidad habla de uno mismo –me comentó un amigo en esos días.
Apuntes de la Realidad (y otras Ficciones) 